29 de diciembre de 2012

Amanecernos

Esta es la hora en la que una parte de la ciudad amanece y la otra anochece. Una mitad abre los ojos, planea el nuevo día, se toma un café, se levanta con el pie derecho, o tal vez hoy, con el izquierdo. La otra parte se arrastra por un pasillo, se tambalea, suspira y cae de un golpe sobre un colchón.

Esta es la hora clave, es el punto en el que la ciudad pende de un hilo, y yo también.

A esta hora yo siempre suspiro, cierro los ojos, me lleno de aire, y busco los primeros rayos que me acompañen de vuelta, que me acaricien el viaje. Despido a las estrellas que se apuran en partir, y a veces hasta me hace compañía la luna.

Esta es la hora en la que le doy el último beso antes de partir. Así es como a veces, bajo este mismo cielo, yo también anochezco. Cuando escucho la puerta cerrarse detrás de mí, y sé que sus ojos ya no me están mirando, yo anochezco por un rato, llevándome toda la luz de la mañana adentro de mi pecho. Para tenerla, cuidarla y acariciarla hasta que vuelva.

Fue también a esta hora, cuando vi su cuerpo desnudo. Después de tanto dibujarla en la oscuridad, fue con el azul de un nuevo día que yo conocí su piel, y que ella escondió su mirada detrás de un almohadón. El amanecer aquel en el que se me escondió de tanta luz, quedándose más cerca que nunca.

Ese día que volvió a amanecer entre mis brazos, ante mis ojos, el día que nos amanecimos hasta el llanto. Para empezar a amanecer otra vez. Para amanecer así un montón de veces más.

24 de diciembre de 2012

Un regalo grande y luminoso

Desde muy chiquita sueño con tener uno. Uno muy grande y luminoso que pueda encender toda mi habitación. Siempre quise uno que pueda guardarse en un armario, o en el cajón de las medias. Quiero uno que mantenga el calor todo el invierno, que me preste pedacitos de su piel para que yo abrace mientras duermo. Que mi cuarto nunca quede en completa oscuridad y siempre pueda distinguir las orejas de los peluches que me miran en fila. Quiero uno que me cuide, que me abrigue, y me ilumine. Que no se acabe nunca, que no se vaya nunca.

Que eso no es posible, que existe solo uno, que no entra en un cajón, que te quemarías, que te encandilarías, que no, que nunca, que ni lo pienses. Ya sé todas sus razones de gente grande, ya las escuché un montón de veces, pero por favor, quiero uno. Yo estoy segura que alguna forma tiene que haber.

Puedo construir la escalera más alta del universo, buscar una cuerda larga y resistente que llegue hasta él, lo envuelva y lo traiga hasta mí. Fabriquemos un imán, lo atraigamos con el olor del perfume de mamá, le pongamos un nombre y lo llamemos chasqueando los dedos. Puedo pedirle a la abuela que cocine algo y seguro que a él le va a gustar el olor de la cocina tanto como a mí. Puedo ponerle un vasito de agua y un platito con pasto. ¿Comerá pasto? Por las dudas, al lado le pongo otro con galletas de chocolate, y una manzana roja. Alguna forma tiene que haber para que venga, para que alguien me regale uno, para que yo pueda mirarlo de cerca.

Estoy cansada de esperar el mío, el que sea solo para mí, el que yo pueda abrazar cada vez que quiera. Mamá, papá, abuelo, Papá Noel, o quién sea, quiero un sol. Regálenme un sol. No creo que sea un pedido tan loco ni tan difícil. Yo sé que alguno de ustedes puede ayudarme a conseguir uno.

Quiero un sol que me abrace, que se asome por una puerta y me pregunte cómo me siento hoy. Quiero uno que me deje llorar en silencio, luego seque mis lágrimas, y después podamos reír juntos. Que ría a carcajadas, que lo ilumine todo, que nunca se me acabe. Quiero un sol en mi cajón, uno que me cante bajito cuando me sienta sola y me sople alguna respuesta cuando lleve días preguntándome algo. Que me espere siempre con su calor, con su olor a verano, con toda su energía. Quiero un sol que me deje robarle cada día un pedacito para llevarlo a todos lados en algún bolsillo, o en una mochila. Que me acompañe, que me siga, que me mire y me mime. Un sol sin reloj, sin días ni noches, sin nubes, ni lluvias. Sólo un sol. Un gran sol, enorme, amarillo y naranja. Calentito, suavecito y sonriente. Es lo único que quiero. Que alguien me regale un sol. 

16 de diciembre de 2012

Esto que atraviesa

Hoy algo me atravesó el pecho. Yo estaba distraída nadando entre algunas letras, y eso, tan extraño y tan lleno de luz, se arremolinó en el aire. Eran un montón de luces pequeñas, como las de navidad, como las luciérnagas, moviéndose apuradas y creando formas delante de mis ojos. Casi tocaban mi nariz. Soplaban una brisa que me acariciaba el alma, que rozaba con dedos suaves mi cintura. Se movían enérgicas en círculos, espirales y hermosas curvas, hasta ponerse tan juntitas una de otra, que formaron una sola luz, una muy grande con forma de flecha que sin preguntarme ni avisarme, me atravesó. Cavó un hueco justo en el centro de mi pecho, en ese centro donde alguna vez descansó tu mano. Cavó un hueco sin generar dolor, un hueco sin ningún vacío dentro. Me perforó, me atravesó haciéndome cerrar los ojos y absorber una gran bocanada de aire. Entró y volvió a tener la forma de un remolino chocando con todas mis paredes. Queriendo derribarlas. Un remolino lleno de luces y entre las luces dejaba ver un montón de sonrisas: de las chuecas, de las tímidas, de las que dan vuelta por toda la cabeza de tan sonrientes. Entre ellas también venían algunas letras, un corazón muy rojo y un helado de dulce de leche. Todo esto, arremolinado con algunas caricias que me dejaste sobre la mesita de luz (gracias por ellas), y esa larga mirada en la que supe que (por fin) eras mía.

3 de diciembre de 2012

Un lugar que re-vuelve

Hay un lugar al que hace mucho no iba. Hoy estuve ahí llenándome de sonrisas el alma, hasta llegar al llanto. Hoy me acosté sobre el suelo y sentí la conexión de mi espalda con la tierra que piso cada día. Respiré profundo, cerré los ojos y al abrirlos estaba ante la inmensidad, el placer y el caos, todo junto. Era agua a punto de hacer ebullición, burbujas elevándose, entrando y saliendo por mis poros, quemándome y haciéndome temblar. Es un lugar al que ya me había olvidado cómo llegar y no recordaba que era tan placentero estar ahí. Es un lugar donde me olvido de los ojos hinchados, donde el sol entra a otro ritmo y no duelen las ampollas en los pies. Es un sitio donde ingresamos livianos, donde nos desnudamos en cada mirada y nos llenamos de emociones ajenas que vienen a revolver las propias. Hoy volví a ser vulnerable, y ya no ante un cuerpo. Hoy se detuvo el tiempo, se me agrandó el corazón y se me agitó el pecho. Hay muchos ojos gritándome, muchos rincones llamándome y ya no voy a seguir tan ciega. Ahí quiero estar. Yo también quiero ser parte.

29 de noviembre de 2012

Una muerte, y volver

Voy a contarles qué es lo que pasó.

Hace unos meses me morí. Sí, todavía estoy aquí, ya lo sé. No, no es que haya resucitado. Lo que pasa es que tengo varias vidas (probablemente siete), y una vez que muero es como si me olvidara de casi todo lo aprendido, de repente me quedara vacía y tuviera que volver a empezar casi todas las cosas. La vida, por ejemplo. Claro, eso implica volver a vivir. No es como resucitar, aunque a veces se siente un poco así, sino más bien como volver a aprender, soplar el polvo que habita sobre los estantes, abrir los ojos otra vez y decidir volver. Realmente decidirlo. No se asusten, esta ya es la segunda vez que me pasa, y una vez que se toma la decisión, el camino empieza a mostrarse de a poquito. No es fácil, no es nada fácil. Y voy a confesarles que esta segunda muerte me costó mucho más que la anterior. ¿Será que cada vez serán peores? Espero haber acumulado demasiadas sonrisas antes de volver a morir.

La historia es así: algo extraño, parecido a una enfermedad, parecida a la ceguera, parecida a una cadena… empezó a apoderarse de mí. Muy de a poquito, claro, sino me habría dado cuenta antes y hubiese corrido a algún médico, pero no. Muy despacito empecé a ver cada vez menos luz. Nunca me di cuenta que los días eran más grises y más cortos. En realidad, los días se acortaban y las noches eran más largas. Mis ojitos se achicaban, ya no se encandilaban en las mañanas, ni veían los colores más brillantes. Yo creía que el mundo se estaba haciendo más aburrido, se estaba enfermando aun más, pero en realidad era yo y ese algo parecido a la ceguera que fue atacándome. Hasta que un día grité de la impotencia. Grité muy fuerte porque ya no había luces, ya casi no quedaban colores y nadie más que yo lo percibía. Grité hasta que me oyeron, hasta que expliqué, hasta que me dijeron que no era normal lo que me estaba pasando. Hasta que lo acepté, hasta que lo asumí y decidí buscar una solución.

Fue entonces que, después de un tiempo muerta, me di cuenta que la vida estaba cerca y podía encontrarla al doblar una esquina cualquier mañana mientras voy a trabajar. Encontré la vida en la mirada fija de un gato, en un pajarito de pecho amarillo que silbó el nombre de mi abuela, y en un helado que tomé durante una siesta de mucho calor sentada en una plaza. Empecé a encontrar la vida en la gente que me mira mientras camino, en las arrugas de una señora, en el corte de pelo de algún muchacho, en el nudo de la corbata de un desconocido. La vida estaba ahí, estaba tan cerca, ¡tan al alcance de la mano!

Nada fue fácil, ya lo dije. Consulté varios médicos, consumí varios medicamentos, dormí muchos días seguidos, temblé, lloré, sangré, grité, me quejé y me rompí un par de nudillos. Pero con tantas consultas médicas y pastillas empecé a ver los colores otra vez. Mi acolchado se fue tiñendo de amarillo y el cielo ya era más celeste. Una mañana desperté con un rayo de luz intensa que entraba por mi ventana, como la de los amaneceres de verano, así, tal cual. Ese fue el día que decidí enfrentar el mundo otra vez. La luz todavía existía y venía a despertarme, como antes, como siempre. De a poco, caminando despacio, sin entrar en lugares muy ruidosos porque me mareaba fácilmente… así me volví a acercar a las cosas que antes tan bien me hacían. Volví a las letras, volví a la música, a los colores y a las luces. Vuelvo, de a poquito, todavía estoy volviendo.

Y aquí estoy, en este aprender de nuevo todo lo que olvidé, armando mi castillo de arena, metiendo en mi mochila todo lo que voy a necesitar. Y no voy a meterlo todo, porque ya habrá oportunidad de conseguir en el camino lo que note que esté faltando. Pero al camino tengo que emprenderlo otra vez con más o con menos peso, como sea. Es hora de volver a caminar, de rodar, de avanzar.

Desde acá aprendo a vivir otra vez, esta vez. Ahora soy yo. Soy un río que fluye, soy la brisa que sopla, y soy muchas cosas más. Puedo sentir mi cuerpo otra vez y puedo caminar sin tambalearme, sin chocarme con las paredes. Esta soy yo.