29 de noviembre de 2012

Una muerte, y volver

Voy a contarles qué es lo que pasó.

Hace unos meses me morí. Sí, todavía estoy aquí, ya lo sé. No, no es que haya resucitado. Lo que pasa es que tengo varias vidas (probablemente siete), y una vez que muero es como si me olvidara de casi todo lo aprendido, de repente me quedara vacía y tuviera que volver a empezar casi todas las cosas. La vida, por ejemplo. Claro, eso implica volver a vivir. No es como resucitar, aunque a veces se siente un poco así, sino más bien como volver a aprender, soplar el polvo que habita sobre los estantes, abrir los ojos otra vez y decidir volver. Realmente decidirlo. No se asusten, esta ya es la segunda vez que me pasa, y una vez que se toma la decisión, el camino empieza a mostrarse de a poquito. No es fácil, no es nada fácil. Y voy a confesarles que esta segunda muerte me costó mucho más que la anterior. ¿Será que cada vez serán peores? Espero haber acumulado demasiadas sonrisas antes de volver a morir.

La historia es así: algo extraño, parecido a una enfermedad, parecida a la ceguera, parecida a una cadena… empezó a apoderarse de mí. Muy de a poquito, claro, sino me habría dado cuenta antes y hubiese corrido a algún médico, pero no. Muy despacito empecé a ver cada vez menos luz. Nunca me di cuenta que los días eran más grises y más cortos. En realidad, los días se acortaban y las noches eran más largas. Mis ojitos se achicaban, ya no se encandilaban en las mañanas, ni veían los colores más brillantes. Yo creía que el mundo se estaba haciendo más aburrido, se estaba enfermando aun más, pero en realidad era yo y ese algo parecido a la ceguera que fue atacándome. Hasta que un día grité de la impotencia. Grité muy fuerte porque ya no había luces, ya casi no quedaban colores y nadie más que yo lo percibía. Grité hasta que me oyeron, hasta que expliqué, hasta que me dijeron que no era normal lo que me estaba pasando. Hasta que lo acepté, hasta que lo asumí y decidí buscar una solución.

Fue entonces que, después de un tiempo muerta, me di cuenta que la vida estaba cerca y podía encontrarla al doblar una esquina cualquier mañana mientras voy a trabajar. Encontré la vida en la mirada fija de un gato, en un pajarito de pecho amarillo que silbó el nombre de mi abuela, y en un helado que tomé durante una siesta de mucho calor sentada en una plaza. Empecé a encontrar la vida en la gente que me mira mientras camino, en las arrugas de una señora, en el corte de pelo de algún muchacho, en el nudo de la corbata de un desconocido. La vida estaba ahí, estaba tan cerca, ¡tan al alcance de la mano!

Nada fue fácil, ya lo dije. Consulté varios médicos, consumí varios medicamentos, dormí muchos días seguidos, temblé, lloré, sangré, grité, me quejé y me rompí un par de nudillos. Pero con tantas consultas médicas y pastillas empecé a ver los colores otra vez. Mi acolchado se fue tiñendo de amarillo y el cielo ya era más celeste. Una mañana desperté con un rayo de luz intensa que entraba por mi ventana, como la de los amaneceres de verano, así, tal cual. Ese fue el día que decidí enfrentar el mundo otra vez. La luz todavía existía y venía a despertarme, como antes, como siempre. De a poco, caminando despacio, sin entrar en lugares muy ruidosos porque me mareaba fácilmente… así me volví a acercar a las cosas que antes tan bien me hacían. Volví a las letras, volví a la música, a los colores y a las luces. Vuelvo, de a poquito, todavía estoy volviendo.

Y aquí estoy, en este aprender de nuevo todo lo que olvidé, armando mi castillo de arena, metiendo en mi mochila todo lo que voy a necesitar. Y no voy a meterlo todo, porque ya habrá oportunidad de conseguir en el camino lo que note que esté faltando. Pero al camino tengo que emprenderlo otra vez con más o con menos peso, como sea. Es hora de volver a caminar, de rodar, de avanzar.

Desde acá aprendo a vivir otra vez, esta vez. Ahora soy yo. Soy un río que fluye, soy la brisa que sopla, y soy muchas cosas más. Puedo sentir mi cuerpo otra vez y puedo caminar sin tambalearme, sin chocarme con las paredes. Esta soy yo.