20 de enero de 2013

Para que no me olvide

- Podría dejarle un frasquito de vidrio lleno de luciérnagas para su mesita de luz.
- No, mi querida. ¿Qué hará con tanta luz cuando quiera dormir? ¿Con qué las alimentará? Esos animalitos no pueden vivir mucho tiempo encerradas.
- ¿Si le dejo un pedacito de luna, que tanto le gusta? ¿De una estrella, aunque sea? Nadie se va a dar cuenta si al cielo le falta una estrella por unos días.
- ¡Qué ideas locas tenés, pequeña!
- Ya sé… Puedo grabarle un disco con todas las canciones que le hacen acordar a mí.
- Trillado.
- Me corto un mechón de pelo y se lo mando en un sobre, atado con una cinta de color naranja.
- ¿Para qué querría un mechón de pelo?
- Le regalo un conejo de peluche enorme, que se llame como yo, para que abrace todas las noches.
- Idea de pre-adolescente.
- ¡Le dejo mi ombligo! No lo voy a necesitar. Que lo guarde donde quiera.
- Absurdo.
- Se me acabaron las ideas, ¿a usted qué se le ocurre?
- Querida, deberías tomarlo con más calma. Todas esas ideas no servirán de nada.
- ¿Y entonces cómo hago para que no se olvide de mí? ¿Cómo me quedo presente, al lado de su cama y en su panza, estos días en que voy a estar lejos para abrazarla?
- Acariciándole el corazón.
- ¿Y eso, cómo se hace?
- Con palabras, con la yema de los dedos. Acercate, mirá hasta lo más hondo de su pupila y decile lo que sentís. Entrá por sus ojos, alojate en su pecho, acariciale el corazón. Encendé las luciérnagas que ya lleva dentro, dale un soplidito al alma y escondete en alguno de sus rincones. Prendé un fuego tibio y pintá con brillantina de colores las paredes. Dejale una sonrisa en la mesita de luz cada mañana, el canto de algún pájaro en su ventana, y la fiel promesa de volver.
- ¡Sí, claro que voy a volver!
- Hacéselo saber. Dale el beso del ‘vuelvo muy pronto’ y el abrazo que dice ‘me quedo con vos’. Acariciale el corazón y acunalo. Cuidalo.
- Eso hago, claro, lo estoy cuidando entre mis dos manitos.
- Con eso va a alcanzar. Acariciale la vida, y vas a ver cómo te quedás entre sus cosas, cómo no te olvida, y piensa muy seguido en vos. Vas a ver que así, el puente seguirá intacto, sin importar los kilómetros que tenga que atravesar.
- Ojalá usted tenga razón.
- Confiá. Confiá en el amor, en las caricias y en las manos que saben cuidar corazones. Las suaves y pausadas son las que mejor lo hacen.
- Sus manos son las más suaves que existen. Y está entre ellas toda la paz del mundo acumulada entre sus dedos.
- Con eso alcanza.
- ¿Usted está seguro que va a funcionar?
- Completamente. Confiá en mí, pequeña. Pero sobre todo, confiá en el amor que se tienen.

Así fue que me entregué a los consejos de aquel hombre que me triplicaba en edad y cuyas manos me recordaban a las de mi abuelo. En realidad, a las manos que soñé y que seguramente habrá tenido mi abuelo. Eran iguales: amplias, blancas, y con las venas como talladas en altorrelieve. Yo le di mis manos a aquel hombre, me miró a los ojos (atravesándome el alma) y le conté mi secreto. Con voz pausada y una mirada celeste me convenció. Todo sería, seguramente, más simple esta vez. Confiar era la clave. Por más que cueste, cerrar los ojos, relajar los puños y los labios, y confiar.

9 de enero de 2013

Para cuidarme de la noche

Hoy mi ciudad se me mostró tan extraña, que quise llorar.

Salí a la calle y no entendí las luces, las velocidades, ni las miradas. Se me confundieron los sentidos y doblé en la esquina equivocada. La noche y la lluvia son los terrenos que aun me falta aprender a transitar, son los espacios en los que no sé moverme y si no me ando con cuidado, siempre me da por llorar.

La noche me amenaza y me revuelve; me llena de miedos si no estoy en alguna guarida. La lluvia cae siempre pesada sobre mi cabeza y duele, taladra, me hunde y me encierra. Las dos juntas me desorientan por completo.

Pensé en ella, en sus ojos ya lejanos, en mi apuro por partir, y en su respiración entrecortada preguntándome si la iba a extrañar. Quise volver. Dar la vuelta y correr a sus brazos, olvidarme del mundo, de la noche, de la lluvia, y del reloj. Abrazarla. Como la primera vez. Abrazarla desde las pantorrillas hasta las pestañas. Decirle cuánto la quiero. Abrazarla hasta meterla dentro de mi pecho. Contarle que quiero el mundo de su mano. Abrazarla, porque en su abrazo me guardo, me suelto, y me calmo. Porque su abrazo me cuida de la noche y de la lluvia, porque me impulsa a caminar, porque en sus brazos siempre es de día y hay sol. Ahí las cosas van a mi ritmo y las luces nunca me marean.