Voy a contarles qué es lo que pasó.
Hace unos meses me morí. Sí, todavía estoy aquí, ya lo sé. No,
no es que haya resucitado. Lo que pasa es que tengo varias vidas (probablemente
siete), y una vez que muero es como si me olvidara de casi todo lo aprendido,
de repente me quedara vacía y tuviera que volver a empezar casi todas las
cosas. La vida, por ejemplo. Claro, eso implica volver a vivir. No es como
resucitar, aunque a veces se siente un poco así, sino más bien como volver a
aprender, soplar el polvo que habita sobre los estantes, abrir los ojos otra
vez y decidir volver. Realmente decidirlo. No se asusten, esta ya es la segunda
vez que me pasa, y una vez que se toma la decisión, el camino empieza a
mostrarse de a poquito. No es fácil, no es nada fácil. Y voy a confesarles que
esta segunda muerte me costó mucho más que la anterior. ¿Será que cada vez
serán peores? Espero haber acumulado demasiadas sonrisas antes de volver a
morir.
La historia es así: algo extraño, parecido a una enfermedad,
parecida a la ceguera, parecida a una cadena… empezó a apoderarse de mí. Muy de
a poquito, claro, sino me habría dado cuenta antes y hubiese corrido a algún
médico, pero no. Muy despacito empecé a ver cada vez menos luz. Nunca me di
cuenta que los días eran más grises y más cortos. En realidad, los días se
acortaban y las noches eran más largas. Mis ojitos se achicaban, ya no se
encandilaban en las mañanas, ni veían los colores más brillantes. Yo creía que
el mundo se estaba haciendo más aburrido, se estaba enfermando aun más, pero en
realidad era yo y ese algo parecido a la ceguera que fue atacándome. Hasta que
un día grité de la impotencia. Grité muy fuerte porque ya no había luces, ya
casi no quedaban colores y nadie más que yo lo percibía. Grité hasta que me
oyeron, hasta que expliqué, hasta que me dijeron que no era normal lo que me
estaba pasando. Hasta que lo acepté, hasta que lo asumí y decidí buscar una
solución.
Fue entonces que, después de un tiempo muerta, me di cuenta
que la vida estaba cerca y podía encontrarla al doblar una esquina cualquier
mañana mientras voy a trabajar. Encontré la vida en la mirada fija de un gato,
en un pajarito de pecho amarillo que silbó el nombre de mi abuela, y en un
helado que tomé durante una siesta de mucho calor sentada en una plaza. Empecé
a encontrar la vida en la gente que me mira mientras camino, en las arrugas de
una señora, en el corte de pelo de algún muchacho, en el nudo de la corbata de
un desconocido. La vida estaba ahí, estaba tan cerca, ¡tan al alcance de la
mano!
Nada fue fácil, ya lo dije. Consulté varios médicos, consumí
varios medicamentos, dormí muchos días seguidos, temblé, lloré, sangré, grité,
me quejé y me rompí un par de nudillos. Pero con tantas consultas médicas y
pastillas empecé a ver los colores otra vez. Mi acolchado se fue tiñendo de
amarillo y el cielo ya era más celeste. Una mañana desperté con un rayo de luz
intensa que entraba por mi ventana, como la de los amaneceres de verano, así,
tal cual. Ese fue el día que decidí enfrentar el mundo otra vez. La luz todavía
existía y venía a despertarme, como antes, como siempre. De a poco, caminando
despacio, sin entrar en lugares muy ruidosos porque me mareaba fácilmente… así
me volví a acercar a las cosas que antes tan bien me hacían. Volví a las
letras, volví a la música, a los colores y a las luces. Vuelvo, de a poquito, todavía
estoy volviendo.
Y aquí estoy, en este aprender de nuevo todo lo que olvidé,
armando mi castillo de arena, metiendo en mi mochila todo lo que voy a
necesitar. Y no voy a meterlo todo, porque ya habrá oportunidad de conseguir en
el camino lo que note que esté faltando. Pero al camino tengo que emprenderlo
otra vez con más o con menos peso, como sea. Es hora de volver a caminar, de
rodar, de avanzar.
Desde acá aprendo a vivir otra vez, esta vez. Ahora soy yo.
Soy un río que fluye, soy la brisa que sopla, y soy muchas cosas más. Puedo
sentir mi cuerpo otra vez y puedo caminar sin tambalearme, sin chocarme con las
paredes. Esta soy yo.