16 de agosto de 2018

El mismo ritual de todos los mares


Ahí está. Ya podés olerlo. Empezás a levantar la cabeza, tratando de buscarlo entre los árboles, entre los techos de las casas, por las ventanas que te dejan las calles en bajada. Y de repente lo ves. Por fin lo ves. Escondido entre los huecos que todavía le quedan a la ciudad, ahí se extiende, inmenso, azul impoluto, azul intenso, azul hasta el colmo.

El corazón te da un salto, el cuerpo se te frena y buscás alargar los segundos para mirarlo un poquito más. Es tuyo, es todo tuyo y te está esperando.

Acelerás el paso, lo perseguís entre las callecitas, empezás a seguir el rastro de arena, corrés, hacés volar las zapatillas, corrés cada vez con más entusiasmo, sentís el calor en los pies pero es una quemazón que da gusto, y ahí viene el alivio, ahí viene la felicidad. Sí, por fin. Esto es la felicidad: tus pies en el agua, bañados en ese inmenso azul con el que tanto soñás.

Volvés a respirar con calma de a poco mientras lo mirás, enamorada. Lo recorrés entero, lo sobrevolás sin tocarlo. No tiene final. Cerrás los ojos, lo olés con ganas. Sí, es él. Empezás a escucharlo. Suena a paz, suena a calma y a paraíso. Con los ojos cerrados, te dejás llevar por su música. Te envuelve, te mece, te sumerge y el viento te despeina haciéndote volar. Suena a todo lo que siempre quisiste, suena a felicidad y a perfección. Huele a infancia, a abrazo, a sueño cumplido y pecho abierto de par en par.

Avanzás un poquito más, el agua te llega a las rodillas y empieza a salpicarte la ropa. Este es un frío que da gusto.

Cuando se calma un poco la ansiedad del primer contacto, te relajás, recuperás las zapatillas, te ubicás en algún hueco sin gente, cerca del agua. Le siguen unas horas de revolcarte en la arena, en todas las posiciones, de absorber el sol, de dejarte llenar de todo el calor del mundo. La piel que brilla, que suda, que se calma con unas brazadas a contra marea y flotando donde ya no rompen las olas. El ritual se repite hasta que no hay más sol ni más plenitud que le entre al cuerpo.

Antes de la partida volvés a acercarte a la orilla y mojás tus pies para despedirte. Las olas van y vienen, se acercan, se elevan, bajan y se alejan, para volver unos segundos después. Para volver a volver. Para acariciarte. Van y vienen. El vaivén es constante. No se cansan.

Así es el mar. Hermoso, lleno de sol, generoso, infinito y abrazador. Enorme, incasable, perfecto y azul. Y yo te juro que si apoyás la oreja sobre la arena, hasta podés escucharlo palpitar.