Él se levanta todas las mañanas a la misma hora, hace sonar
todos los huesos de los dedos, se ducha, se pone la camisa, se ata los cordones
y desayuna siempre café con tostadas. Él deja las llaves en el mismo estante, sabe
a cuántas cuadras exactas está su oficina, cuántos semáforos debe atravesar y
cuánto demora cada uno en ponerse en verde. Sabe la cantidad de lapiceras que
tiene en su lapicero, nunca le falta azúcar a la azucarera y enciende las luces
siempre en el mismo orden. Empieza a subir las escaleras siempre con el mismo
pie, cruza las calles por las esquinas y la billetera va en el bolsillo
izquierdo. Los libros están ordenados alfabéticamente, los platos coinciden con
los dibujos del mantel, las cajas tienen etiquetas blancas que indican su
contenido, y él siempre se da cuenta cuando alguien le cambia algo de lugar.
Pero hay una sola cosa que todavía no ha podido ordenar ni
catalogar: su corazón. En él suceden
batallas, caen bombas, erupcionan volcanes, y nada nunca lo satisface.
Cuando todo está en movimiento él quiere paz, y cuando hay calma, él quiere
acción. No conoce los compartimentos de su corazón, ni sus reacciones, ni el
dolor.
Hasta que llega ella, una señorita que viene a desordenarle
todos los estantes, a cambiarle de lugar las tazas y derramar café sobre el
mantel. Ella deja las pantuflas en el
pasillo, aprieta el pomo del dentífrico desde el medio, se olvida el horno
prendido y deja quemar las tostadas. Pero viene a ordenarle el corazón cachuzo
y agitado. Viene soplando vientos, a calmar los miedos y embellecer la casa.