20 de junio de 2018

El Camino de Santiago, una experiencia

El Camino de Santiago es una peregrinación católica de origen medieval cuyo propósito es llegar a la tumba atribuida al apóstol Santiago, en la catedral de Santiago de Compostela, siguiendo el paso de los antiguos peregrinos. Hoy es la ruta más concurrida y celebrada de Europa, y es frecuentada por gente de todo el mundo a pie, en bicicleta o a caballo.

Las motivaciones son muy variadas: devociónreligiosa, conocimiento personal, desafío deportivo, acercamiento a la naturaleza, y otras infinitas motivaciones personales. Cada peregrino tiene su motivo y eso es lo hermoso y enriquecedor del trayecto.

Yo empecé este camino con bastante miedo por las tres motivaciones que me llevaron a elegirlo: desafío deportivo (nunca había pedaleado tantos kilómetros en una semana, sola y en un lugar nuevo), conocimiento personal (aunque suelo ser bastante solitaria, esto iba a ser una gran prueba de convivencia conmigo misma) y acercamiento familiar (mi familia materna proviene de España).

Me pasé siete días siguiendo flechas amarillas y carteles con la concha amarilla (sí, acá se dice concha). Como un juego que fue muy divertido de jugar, en cada esquina, intersección o bifurcación había que buscar la flecha amarilla pintada en la calle, en algún poste, pared o cordón de la vereda, y seguirla. Como Dorothy que siguió el camino de flores amarillas hasta el palacio del Mago de Oz, yo seguí el camino de flechas amarillas hasta Santiago de Compostela.

Lo seguí durante siete días, por asfalto, ripio, barro, piedras, charcos, puentes, vías de tren y arena. Lo seguí bajo la lluvia, con el frío de las siete de la mañana y bajo el sol de las tres de la tarde, que hacía sonar las maderas. Lo seguí a grandes velocidades en las bajadas y empujando la bici por subidas de piedras y barro donde se hacía imposible pedalear. Lo seguí sola siempre, pero saludando a miles de peregrinos y deseándonos buen camino mutuamente.

Vi jóvenes, vi gente muy mayor, vi gente dolorida, con vendas, ardidos por el sol, gente con capacidades y enfermedades diferentes, de todos los países, de todos los idiomas y las formas. El común denominador fue estar dándolo todo por una motivación. Todos alentándonos, convidándonos agua y ofreciéndonos ayuda de cualquier tipo. He visto una humanidad que hace tiempo ansiaba ver y me he sentido muy afortunada de poder estar haciéndolo: física y mentalmente (porque los miedos que tuve que romper para estar aquí, fueron varios).

Un gato anduvo conmigo sobre mis alforjas, un ciervo cruzó el camino justo en frente mío, acaricié una vaca, aprendí de árboles, el sol me guió y el viento se llevó todo lo que quise soltar. Las piernas siempre pudieron más, los árboles supieron darme alivio, canté a los gritos, hablé sola y un pajarito compartió conmigo una tortilla de papas. La cuesta fue posible, la montaña me devolvió el aire y el pecho se me ensanchó. Le regalé a un río mis lágrimas y otras se secaron con el sol y con el viento de la bajada. El camino me regaló felicidad, supe ser mi propia compañía y corroboré que el cuerpo siempre puede todo lo que la mente se proponga. Aprendí que el miedo sólo está en nuestras cabezas y cada vez que lo vencemos nos hacemos gigantes.

Después de 7 días y 500 kilómetros, llegué a Santiago de Compostela. Llegué con el corazón explotado de emoción y la nuca ardida de sol e inmensidad. Llegué para conocer la farmacia que fundó mi tatarabuelo, y hoy sigue en pie, siendo una farmacia, con los frascos que él usaba para trabajar. También llegué a la universidad donde estudió medicina mi bisabuelo antes de irse a Argentina. Llegué a la calle Castro y la caminé por sus dos veredas. Llegué, de la manera que yo elegí, a la tierra donde nacieron los Castro que llevo en mi sangre y en mi apellido.

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