Salí a la calle y no entendí las luces, las velocidades, ni
las miradas. Se me confundieron los sentidos y doblé en la esquina equivocada.
La noche y la lluvia son los terrenos que aun me falta aprender a transitar,
son los espacios en los que no sé moverme y si no me ando con cuidado, siempre
me da por llorar.
La noche me amenaza y me revuelve; me llena de miedos si no
estoy en alguna guarida. La lluvia cae siempre pesada sobre mi cabeza y duele,
taladra, me hunde y me encierra. Las dos juntas me desorientan por completo.
Pensé en ella, en sus ojos ya lejanos, en mi apuro por
partir, y en su respiración entrecortada preguntándome si la iba a extrañar.
Quise volver. Dar la vuelta y correr a sus brazos, olvidarme del mundo, de la
noche, de la lluvia, y del reloj. Abrazarla. Como la primera vez. Abrazarla
desde las pantorrillas hasta las pestañas. Decirle cuánto la quiero. Abrazarla
hasta meterla dentro de mi pecho. Contarle que quiero el mundo de su mano.
Abrazarla, porque en su abrazo me guardo, me suelto, y me calmo. Porque su
abrazo me cuida de la noche y de la lluvia, porque me impulsa a caminar, porque
en sus brazos siempre es de día y hay sol. Ahí las cosas van a mi ritmo y las luces
nunca me marean.
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