- No, mi querida. ¿Qué
hará con tanta luz cuando quiera dormir? ¿Con qué las alimentará? Esos animalitos
no pueden vivir mucho tiempo encerradas.
- ¿Si le dejo un
pedacito de luna, que tanto le gusta? ¿De una estrella, aunque sea? Nadie se va
a dar cuenta si al cielo le falta una estrella por unos días.
- ¡Qué ideas locas
tenés, pequeña!
- Ya sé… Puedo
grabarle un disco con todas las canciones que le hacen acordar a mí.
- Trillado.
- Me corto un
mechón de pelo y se lo mando en un sobre, atado con una cinta de color naranja.
- ¿Para qué querría
un mechón de pelo?
- Le regalo un
conejo de peluche enorme, que se llame como yo, para que abrace todas las
noches.
- Idea de
pre-adolescente.
- ¡Le dejo mi
ombligo! No lo voy a necesitar. Que lo guarde donde quiera.
- Absurdo.
- Se me acabaron
las ideas, ¿a usted qué se le ocurre?
- Querida, deberías
tomarlo con más calma. Todas esas ideas no servirán de nada.
- ¿Y entonces cómo
hago para que no se olvide de mí? ¿Cómo me quedo presente, al lado de su cama y
en su panza, estos días en que voy a estar lejos para abrazarla?
- Acariciándole el
corazón.
- ¿Y eso, cómo se
hace?
- Con palabras, con
la yema de los dedos. Acercate, mirá hasta lo más hondo de su pupila y decile
lo que sentís. Entrá por sus ojos, alojate en su pecho, acariciale el corazón.
Encendé las luciérnagas que ya lleva dentro, dale un soplidito al alma y escondete
en alguno de sus rincones. Prendé un fuego tibio y pintá con brillantina de
colores las paredes. Dejale una sonrisa en la mesita de luz cada mañana, el
canto de algún pájaro en su ventana, y la fiel promesa de volver.
- ¡Sí, claro que
voy a volver!
- Hacéselo saber.
Dale el beso del ‘vuelvo muy pronto’ y el abrazo que dice ‘me quedo con vos’. Acariciale
el corazón y acunalo. Cuidalo.
- Eso hago, claro,
lo estoy cuidando entre mis dos manitos.
- Con eso va a
alcanzar. Acariciale la vida, y vas a ver cómo te quedás entre sus cosas, cómo
no te olvida, y piensa muy seguido en vos. Vas a ver que así, el puente seguirá
intacto, sin importar los kilómetros que tenga que atravesar.
- Ojalá usted tenga
razón.
- Confiá. Confiá en
el amor, en las caricias y en las manos que saben cuidar corazones. Las suaves
y pausadas son las que mejor lo hacen.
- Sus manos son las
más suaves que existen. Y está entre ellas toda la paz del mundo acumulada
entre sus dedos.
- Con eso alcanza.
- ¿Usted está
seguro que va a funcionar?
- Completamente. Confiá
en mí, pequeña. Pero sobre todo, confiá en el amor que se tienen.
Así fue que me
entregué a los consejos de aquel hombre que me triplicaba en edad y cuyas manos
me recordaban a las de mi abuelo. En realidad, a las manos que soñé y que seguramente
habrá tenido mi abuelo. Eran iguales: amplias, blancas, y con las venas como
talladas en altorrelieve. Yo le di mis manos a aquel hombre, me miró a los ojos
(atravesándome el alma) y le conté mi secreto. Con voz pausada y una mirada
celeste me convenció. Todo sería, seguramente, más simple esta vez. Confiar era
la clave. Por más que cueste, cerrar los ojos, relajar los puños y los labios,
y confiar.
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